Por JORGE OJEDA GUEVARA
ASUNTOS NARRADOS
Página
A manera de Prólogo…………………
CAPITULO 1
Recaminando los sucedidos………………………………………
CAPITULO 2
Crónica de un rencor……… ……………
CAPITULO 3
Aquella Constitución del 17……………
CAPITULO 4
Carta de Juárez a
Maximiliano…………………………………..
CAPITULO 5
Porfirio, el dictador ante la Reforma……………………………………
CAPITULO 6
Se encona el conflicto religioso…………………………………..
CAPITULO 7
María Goyáz
la Generala, y sus féminas cristeras………
CAPITULO 8
Matar al manco.
Aquellos disparos de León Toral…………………
CAPITULO 9
La Madre Conchita; saber y callar………………..
CAPITULO 10
El sacrificio del Padre Pro…………………………
CAPITULO 11
Mártires notables
- Fay José Pérez. Mártir por la Fe…………………
- Padre Nieves. Morir en La Cañada……………..
CAPITULO 12
Tumbas casi anónimas……………………………
Santoral cristero.
Vocablos epilogares…………………………………..
EL SACRIFICIO
DEL PADRE PRO
| B |
reve fue su existir, pues hasta sus 36, poseyó boga de humorista perseverante, pero a no dudar ninguna vez se figuró el chasco macabro que le tocaría en suerte interpretar ulteriormente a su expiración: desde hace más de 6 décadas el eclesiástico jesuita Miguel Agustín Pro Juárez, pasado por las armas por el régimen de Plutarco Elías Calles en 1927, confiere milagros a los fieles que visita su sepulcro en el Panteón de Dolores, en el Distrito Federal, pero él no yace allí, ya que sus polvos fueron removidos en 1984 a la iglesia de la Sagrada Familia, en la populosa colonia Roma capitalina.
Aparte de los dolientes que prodigiosamente sanan, consiguen el ansiado amor o conquistan envidiable fortuna, los primordiales favorecidos de creencia tal son los integrantes de la familia Barcenas, legatarios del enterrador panteonero Leopoldo Barcenas Cabañas “Don Polo”, difunto en enero último, que por décadas figuraron como custodios de la tumba del padre Pro y gobernar buena parte de las limosnas dejadas por los correspondidos fieles. Cuando la Compañía de Jesús mudó huesos y devoción del fraile inmolado, procuraron advertir del hecho a los adoradores; pero letreros y placas que señalaban la intención clerical, se esfumaron a las pocas horas, como si una pujanza ignota indagara para amparar con vida el atrayente de aquel santuario popular.
¿Y DONDE QUEDÓ EL CUERPO? A partir de la transferencia de los restos óseos, pararon las misas que cada día 23 -el padre Pro fue fusilado un 23 de noviembre-, así como todo 29 de septiembre, fecha consagrada a san Miguel Arcángel, se oficiaban en el camposanto de Dolores por el perenne reposo del espíritu del canónigo zacatecano.
Los fieles, sin embargo, lejos están acudir al lugar, solo acarreando veladoras y exvotos, también donativos, tan desprendidos que han concedido a los Barcenas edificarle también al difunto jefe del clan un mausoleo de mármol que, según muchos aseveran, se costeó con algo más que 6 millones de pesos. Entre los nutridos testimonios de reconocimiento acopiados ante el sepulcro vacío, se computa el de una progenitora que, con data de diciembre de 1985, vastos meses ulteriores al traslado de los venerados restos, reconoce al padre Pro el haber salvaguardado a sus retoños, escolapios de una de los colegios arruinados por el temblor de aquel año.
Tras una causa canónica que tardó 60 años, y en compañía de un acumulación de espíritus heroicos que contiene al legendario fray Junípero Serra, en un septiembre reciente, el padre Pro fue beatificado, lo cual semeja a una inapelable confesión papal de que el alma del zacatecano mora ya en el Paraíso, recreando de eterna bienaventuranza y en situación de intervenir, ciertamente, en socorro de los afligidos que escudriñan resguardo.
Tercero de los 8 vástagos de un regente de minas quien, por su labor, hubo de deambular medio país con el clan a cuestas. Miguel Agustín fue una refutación viviente, primero como criatura y luego como joven persistentemente enfermo aunque invariablemente flanqueado de buen humor, como si risas y travesuras fueran las impares drogas que le apaciguaban el dolor. El nombre de guerra que utilizaría en los años de conjuraciones y asechanza religiosa, “Cocol”, se lo motearon en la incipiente infancia, cuando luego de un padecimiento que lo postró por varios días entre delirante e inconsciente, lo primero que apuntó, cuando recobró el habla, fue
“Mamá, quiero un cocol”
Posible es que para embromarse de su propio enclenque cuerpo, en la adolescencia solía decir que se haría soldado, pero arribada la edad de 20 años mejor marchó al seminario de los jesuitas en el Llano, Michoacán, ceñido a Zamora, sin presagiar tal vez que su inquietud religiosa de todas formas lo transfiguraría en soldado.
Para consternación de sus mentores más conservadores, la religiosidad del joven Pro era seria pero no solemne. En una época, un avinagrado pedagogo enseñó las uñas a la clase, amenazándolos con:
“hacerlos llorar tanto que no les van alcanzar los pañuelos”,
…y el seminarista Pro, discreta y diligentemente se orientó a repartir sábanas entre sus camaradas de escuela.
La que estaba remota de mejoría era la salud del joven. Aguantaba un enorme listado de dolencias gastrointestinales apuntadas por la ciencia médica como insufribles; entre ellas, una de las formas más dolorosas de hemorroides, de perpetuo malestar, aunque esto no le reprimía brindarse para todo cometido enojoso o peliagudo que quisieran fiarle sus maestros.
LA SITUACION POLITICA que aguantaba la Iglesia en México comenzó a tornarse espinosa a partir de 1914, cuando el gobierno de Venustiano Carranza aplicó las preliminares limitaciones al libre accionar del culto. En aplicación de su habitual política de abrir el paraguas antes de que empiece a llover, los jesuitas trasplantaron en secrecía total un agregado de sus escolares, circunscrito el joven Pro, al seminario de Los Gatos, California. Fue la primera ocasión que el futuro beato apeló al disfraz: para abandonar el país sin llamar la atención, se vistió de campesino, y no obstante los cólicos que el nerviosismo le inducía, la experiencia la juzgó muy apasionante.
Pro movió fe y estudios a España y a Bélgica, y por unos años laboró como maestro en una escuela rural en Nicaragua, donde vio de cerca los abismos de miseria que no había percibido ni en el necesitado México de su tiempo.
Pro alcanzó la ordenación sacerdotal finalizando 1925 y, a en seguida, pasó meses y meses en disímiles hospitales donde lo sometieron a operaciones continuadas para extirparle úlceras gástricas. En 1926, pensando que el aire puro de la distante patria contribuiría a reponerlo, sus superiores lo despacharon a México, en el peor instante posible.
En la santuario de Santa María de Guadalupe, que aún desempeña como tal en las arterias de Enrico Martínez, en el primer cuadro del la capital mexicana, el convaleciente canónigo zacatecano se pasaba entre 10 y 12 horas al día escuchando confesiones, porque corrían rumores de que los templos serían cerrados y los curas expulsados, y los pecadores se apresuraban para que el latigazo al menos de la represión los agarrara confesados.
Cuando al cabo aconteció lo anunciado, la labor de clérigos como Pro se triplicó, porque en vez de aguardar plácidamente a los fieles en el templo debían ir de vivienda en vivienda, a ocultados y disfrazados, para gestionar los sacramentos a domicilio y celebrar misas ante nimios conjuntos de piadosos.
Avanzaban penosos meses y años de extenuante tirantez para los católicos militantes, sacerdotes y laicos al parejo. Se expandían las ligas y agrupaciones secretas, algunas simplemente consagradas a salvaguardar la fe y un exiguo de vida religiosa, y otras muy radicalizadas, solidarias de la reyerta armada y el terrorismo. Y tenían que organizar recaudaciones y acercar fondos tanto para la adquisición de armas como para el auxilio a viudas, huérfanos y desvalidos que cargaban inconscientemente la amarga cosecha del conflicto.
Lo cierto es que nunca pudo probarse que el padre Pro tuviera contribución en las estructuras fanáticas que de modo franco favorecían y apuntalaban el ardor guerrillero de los cristeros…Sin embargo, al parecer, fueron algunos de sus hermanos los que emergían como embrollados.
GLOBOS Y PANFLETOS. Pero daba la impresión de que la prontitud del zacatecano era aún más enojosa para el gobierno que el quehacer de los que elaboraban bombas y acopiaban fusiles. Como en sus épocas de seminarista, Pro echó mano de un arma demoledora que él esgrimía con desenvoltura: el humor; y no solo adiestraba jóvenes para operar como efectivos predicadores y alborotadores, sino que discurría los más intrépidos y recreados impactos propagandísticos, siempre encaminados a escarnecer al enemigo. La alborada de diciembre de 1926, con motivo de una ceremonia oficial, 600 vistosos globos de papel de china, inflados con aire, ante el boquiabierto éxtasis de los presentes, entre quienes se notaba la cabeza de la república y todos sus funcionarios, cuya delectación trastrocó en furia cuando en las alturas los globos reventaron y expulsaron una granizada de panfletos con divulgación religiosa…
La intrépida faena de un chancero de apariencia innocua arrastraría secuelas. A reflujo de esta globera burla, el gobierno lanzó una encarnizada y feroz cacería, escudriñando madrigueras para atrapar a uno de los consanguíneos del padre Pro, a quien la policía inculpaba de haber tramado el golpe. Como fracasaron en la intentona por hallar al inquirido, cargaron en cambio con el presbítero, aunque al día siguiente hubieron de darle liberación porque miraron como improbable que un ser tan de buenas maneras e inofensivo supiera inventar semejante descomedimiento al poder constituido.
Once meses habían de caminar, cuando un comando trató de ultimar al presidente Álvaro Obregón; verosímilmente el padre Pro ni enterado estaba de la subsistencia de la maquinación, pero los mandos habían mudado de parecer acerca del bromista sacerdote y lo tenían enumerado como uno de los más peligrosos adversos al gobierno.
La intentona había consistido en lanzarle a Obregón, que deambulaba por el bosque de Chapultepec en su Cadillac, unas bombas de producción casera tan defectuosas que solo indujeron a confusión, mucho humo y un par de tajos ligeros. En la subsiguiente refriega a balazos uno de los juramentados fue lacerado de muerte, pero otros consiguieron escabullirse, entre ellos, el cabecilla del comando y fabricador de las bombas, Luís Segura Vilchis, un opulento ingeniero de apenas 24 años de edad.
EL CAMINO FINAL. Más que las evidencias fortuitas, lo que a la postre perdió al padre Pro, fue el particular discernimiento del presidente Calles de que el canónigo zacatecano debía ser el cerebro del atentado.
Al parejo que cuantiosos sospechosos, el indudable malhechor, Segura Vilchis, cuyas injerencias con los católicos recalcitrantes eran bien sabidas, fue inquirido al empiece mismo de la averiguación, pero con desparpajado aire cosmopolita y destreza de vocablo, consiguió desorientar a la policía. Sin embargo, cuando los fraternos Pro, entre ellos el sacerdote, fueron puestos a resguardo por un crimen que, le constaba, aquellos no habían cometido, el joven ingeniero se entregó, y a permuta del formal ofrecimiento de que los inocentes serían soltados declaró copiosamente. Ni juicio ni trámite judicial ninguno se miró, y simplemente, Segura Vilchis y uno de sus compinches, el obrero queretano Juan Antonio Tirado y el padre Pro y uno de sus hermanos, de apelativo Humberto, fueron enviados al paredón para ser víctimas de las armas, en la madrugada del 23 de noviembre de 1927, en el campo de tiro de la otrora Inspección de Policía, atrás del viejo edificio de la Lotería Nacional, ante la estupefacta mirada de fotógrafos, periodistas, diplomáticos, funcionarios, convidados especiales y mirones. Solo uno de los Pro, Roberto pudo ser salvaguardado en la postrera hora por un diplomático de Argentina, conocido de la familia.
La postrera voz que el sacerdote Miguel Agustín Pro logró gritar antes de que le dieran las balas, fue:
“¡Viva Cristo Rey!
ASI, Miguel Agustín Pro, nativo de Zacatecas del 13 de enero de 1891 e inmolado en la ciudad de México el 23 de noviembre de 1927. Presbítero católico, miembro de la Compañía de Jesús, acusado de ser parte en los actos de sabotaje y terrorismo, en el tejido del conflicto Iglesia-Estado que afectó a México entre 1926 y 1929 (la denominada “Guerra Cristera”. Sucumbió, sin juicio alguno ni desahogo de pruebas, igual que su hermano Humberto Pro Juárez, baleado por un pelotón en una comandancia de la policía de la capital mexicana, situada por aquellos días en lo que hoy es el Edificio nombrado El Moro de la lotería nacional. Recibió beatificación por el Papa Juan Pablo II, por la llana razón deno haber sido encontrado pena po los delitos que le incriminaban.
Poco tiempo aconteció desde que el gobierno de México tomó decisión de pautar los artículos 27 y 130 de la Constitución política del país en asuntos de atañas Estado-Iglesia, y que como reflujo, una ola de descontento y protestas cundió por todo el país, y como consecuencia de ello se erigieron la Liga Nacional para la Defensa de la Libertad Religiosa y otras ordenaciones laicas, religiosas y de clérigos católicos en México.
El padre Pro ofrendó a lo largo de ese tiempo sus asistencias como mentor espiritual y sacerdote a diversas de esas organizaciones. Se hizo popular con celeridad entre los católicos mexicanos y, por ello mismo, fue mirado con escama por las potestades que resentían su disposición a retar, muchas veces de talante jocoso, las prohibiciones tributadas por la nueva legislación.
Por ello y otras cosas triviales fue acusado, junto con su consanguíneo Humberto y otros laicos y sacerdotes y monjas mexicanos, como la religiosa Concepción Acevedo de la Yata, celebrada como “la Madre Conchita” de significar en una vastísima conspiración para resistirse y derribar a las potestades del país.
El ministerio público erigió un endeble andamio del caso, que aun hoy, ha sido abundantemente reprochado, tanto por las débiles pruebas usadas como por las imputaciones tejidas con sospechosa rapidez en contra de los hermanos Pro y otros más. Nada valió para los acusados y fue decretada su muerte por fusilamiento, sin juicio alguno, solo por orden directa de Plutarco Elías Calles al general Cruz y a pesar de haberse logrado un amparo a su defensa, pero no fue consentido el acceso al actuario para enseñarlo y se admitiera la detención de la ejecución.
Luego se sabría que el compositor Agustín Lara fue también puesto preso y, según su propio decir en un programa de radio, fue confinado en el mismo lugar donde el padre Pro transcurrió sus postreras horas.
MATAR AL MANCO
AQUELLOS DISPAROS
DE LEÓN TORAL
| E |
ra el 17 de julio de 1928, jornada en que fue matado Álvaro Obregón, quien fuera gobernante de México del 20 al 24 y Presidente reelecto de la República, ahora para el lapso 1928-1932, por balas del dibujante José León Toral. El general Obregón de singular significación en el movimiento revolucionario de 1910, lidiando junto a las poderíos constitucionalistas encabezadas por Venustiano Carranza…Obregón y luego de la usanza porfirista y del holocausto maderista por el “Sufragio efectivo No reelección”, seguido de su ciclo presidencial, cedió a la incitación de que Plutarco Elías Calles persuadiera al Congreso para alterar la Constitución para prescindir la contravención de la “No reelección” y así cementarle el terreno a Obregón hacia su reelección, lo que atizó aún más la virulenta concordancia del Gobierno con el Clero mexicano que ya desde la Constitución juarista de 1857 se miraban con honda animadversión, y que percibían en la reelección obregonista como solicitante impar avivada por Plutarco Elías Calles un horizonte aún más oscurecido para la iglesia romana…
EL DOMINGO primero de julio de 1928 se produjeron los comicios presidenciales en México. Mientras que en la capital del país se apreciaba un clima veraniego y los persistentes aguaceros inauguraban el mes, en los círculos políticos y en el sentir público se presagiaban tormentas…
Obregón lucía como impar candidato a la Presidencia de la nación. Doce meses antes se había transmutado la Constitución para viabilizar la reelección no consecutiva; además, se había abolido a contrincantes como Arnulfo R. Gómez y Francisco R. Serrano, quienes habían sido remitidos sin miramientos al paredón por insubordinados.
El caudillo Álvaro Obregón finiquitó su campaña en la capital azteca semanas ulteriores a los sufragios y se aisló a hacer tiempo, esperando por las resultas, en su confortable hacienda Quinta Chilla, en Sonora.
El domingo 15 retornó presuroso a la capital del país ya como presidente electo. Transitaban numerosos murmullos acerca de que su ser corría peligro, y se memoraban con insistencia varios atentados que había sufrido desde el año anterior a manos de fanáticos religiosos y adversos políticos agazapados en multitud y penumbra. Presagios malos inundaban el sentir público y a los allegados más colindantes, luego de las elecciones.
Una semana previa al arribo del caudillo a la capital, José de León Toral, aquel fervoroso religioso, había tomado resolución y ánimo de convertirse en mártir de la causa católica ejecutando a Obregón, regido por el modelo de los fraternos Pro Juárez y las elucubraciones de Concepción Acevedo y de la Yata, mejor conocida como la Madre Conchita, acerca de la imperiosidad de matar al gobernante Plutarco Elías Calles y al presidente electo para zanjar de una vez por todas la asechanza religiosa.
TORAL logró le facilitaran una pistola Star 32 con diez cargas de balas. Ese domingo concurrió al saludo de bienvenida del sonorense en la estación de Tacuba de ferrocarriles, desde donde transitaría Paseo de la Reforma y encaminaría su persona al Centro Director Obregonista en la avenida Juárez, para luego transponerse a una pitanza en su honor en el Parque. Toral acarició tres ocasiones para asesinarlo, pero en ninguno de los tres lugares apreció seguridad para proceder…
Amanecido el lunes siguiente, Toral rebuscó otra coyuntura, ahora en Palacio Nacional, en el Centro Director Obregonista y en la morada de Obregón en el número 185 de la avenida Jalisco, hoy rebautizada como ‘Álvaro Obregón’. Adquirió cuaderno y lápiz para bosquejar la geometría facial de la víctima y tener así un subterfugio para prodigárselo personalmente en la primera coyuntura que tuviera; pero esta tampoco se dio ese día.
Arribado el martes 17 de julio, éste despuntó húmedo por una pertinaz lluvia que abatió a la ciudad de México durante toda la noche. Toral acudió a buscar los auxilios espirituales que se ofrecían en la casa que servía de convento, a cargo de la Madre Conchita. Luego almorzó abundante, leyó los diarios y plasmó diversos dibujos. Sonaba la 1 del medio día, cuando ya se encontraba a tiro de piedra de la residencia de Obregón, clavando los ojos en los desplazamientos del político.
El presidente electo, mientras tanto, consignó asuntos diversos en el transcurrir de la mañana. Los murmullos acerca de su posible asesinato lo movieron a considerar su agenda. Estaba convidado a comer con los legisladores federales guanajuatenses en el restaurante “La Bombilla”, en San Ángel, posesión del español Emilio Cazado. Pero Obregón tenía también una entrevista con el presidente Calles al mediodía. Enrique Torreblanca, secretario de Obregón, telefoneó a su fraterno Fernando, secretario del presidente, con el propósito de desplazar la hora de la reunión, para después de la comida, que no fue posible relegar ante la obstinación de los diputados. Así, el retraso de la cita con Calles le permitió asistir a la comida, y a su cita con el destino.
Casi arribando la una, el diputado Ricardo Topete estaba ya tocando a la puerta de la casa de Obregón para custodiarlo a la comida en San Ángel, junto con el gobernador de Hidalgo, coronel Matías Rodríguez. El Manco de Celaya irradiaba buen humor y hasta bromeó con sus camaradas acerca de un viable atentado con bombas, como el cometido en noviembre del año anterior cerca del Bosque de Chapultepec, diciendo que ahora tendría que ser con bombitas, puesto que iba a “La Bombilla”.
El caudillo abandonó su residencia y familia flanqueado además de por sus conocidos, por sus escoltas, Ignacio Otero Pablos y Juan Jaimes. Tomaron rumbo desde la avenida Jalisco, torciendo a la izquierda por la avenida insurgentes hacia el sur. José de León Toral miraba atento toda la maniobra, y con prontitud abordó un taxi par seguir al cortejo, dándole alcance en la avenida Tizapán, hoy rebautizada como Baja California, sin tener idea del rumbo que tomarían, aunque intuyó, según confesiones ulteriores, que era a “La Bombilla”.
La comilona estaba sabida para las 13 horas, ya que el homenajeado gustaba de comer temprano. El caudillo arribó finalmente al restaurante en su Cadillac; engalanaba un traje gris y con afabilidad aceptó le tomaran fotografías varias con el conjunto de diputados convidados.
El jardín posterior del restaurante fue el sitio donde dieron acomodo a cuatro espaciosas mesas conformadas en cuadro. En la cabecera fulguraba un acomodo floral referido: “Homenaje de honor de los guanajuatenses al C. Álvaro Obregón”. La carta seleccionada para la ocasión fue: coctel, entrante a la mexicana, crema portuguesa de tomate, huevos con champiñón, pescado a la veracruzana y pastel “Bombilla”.
Para solazar, la orquesta inconfundible del maestro Alfonso Esparza Oteo empezó a tocar diversas melodías, disponiendo también la intervención de dos cancioneros. Así, los asistentes deleitaron oído y ánimo con interpretaciones como La “Rapsodia mexicana” de Chucho Corona, el “Pajarito barranqueño” y varias armonías de Guty Cárdenas fueron dilucidadas en la duración de la pitanza.
La mesa primordial fue donde se acomodó, al centro al convidado de honor, a su siniestra, Aarón Sáenz, el legislador Enrique Fernández y Ricardo Topete; a su diestra, el abogado Federico Medrano, jefe de la diputación guanajuatense, el licenciado Arturo H. Orci y el presidente de la Corte, Jesús Guzmán Vaca. Otros comensales descollaban a los costados de la mesa de honor, como José Luís Solórzano, Antonio Díaz Soto y Gama, Aurelio Manrique jr., Ezequiel Padilla, David Montes de Oca, Tomás A. Robinson, José Aguilar y Maya y Alejandro Sánchez, médico de cabecera de Obregón, por cierto. De llamar la atención era que no se miraba por algún flanco ninguna seguridad para el acaecimiento, excepción hecha por la presencia de tres oficiales y el cuidado de las comitivas y conocidos que acompañaban al presidente electo.
León Toral arribó pocos minutos después que Obregón al restaurante. Ingresó con desenvoltura, bien trajeado con uno color café, corbata rojiza, su cuaderno de dibujo y un lápiz. Indagó por un señor Cedillo; fue enterado que era posible se encontrara en la comida del jardín, por lo que pasó sin dificultad al frente. Instantes antes, había bebido un cuarto de cerveza. Pasó al baño, donde desenfundó la pistola quitándole el seguro colocándosela a la altura del vientre con el cañón mirando abajo y la cacha retenida con el chaleco del traje. Salió como si nada, para sentarse despreocupadamente en el jardín y desde allí, bosquejar a Obregón, al conductor de la orquesta y a Aarón Sáenz.
La comida acontecía con toda naturalidad. Ricardo Topete fue el único que malició del delineador. Llamó aparte a uno de los agentes para inquirirle quién era el que estaba sentado dibujando, a lo que el agente le comunicó que era un caricaturista de los periódicos que estaba trabajando en un retrato del caudillo.
TORAL se percató que su presencia movió la suspicacia de Topete, por lo que, poniéndose en pie, encaminó sus pasos y dibujos a la mesa de honor. Se dirigió al diputado, inquiriéndole cuál de los bocetos le parecía superior. Enseguida se aproximó a Sáenz para mostrarle el boceto del mismo general, a lo que Sáenz manifestó que luego lo buscara para quedarse con ellos.
Enseguida, taimada y desinhibidamente Toral se arrimó al caudillo para mostrarle el dibujo. El general movió la cabeza para ver mejor; y fue en ese momento, en que Toral sosteniendo con la mano izquierda el cuaderno, con la derecha sacó la pistola para efectuar el primer disparo a cinco centímetros; luego cuatro más en la espalda y otro en el muñón derecho. Seis en total serían. Eran las 14,20 horas, justo el momento en que se servían los postres “Bombilla”, de la predilección de don Álvaro, y se oía la tonadilla “Limoncito”, mezclándose fúnebremente con el mortal retumbo de los disparos…
Obregón al recibir la primera detonación inclinó involuntariamente su cuerpo hacia el frente y hacia la izquierda, sobre la silla, abrió algo los ojos y golpeó la mesa con la cabeza , mientras le llovían los demás plomazos.; luego cayó hasta al suelo, lastimándose la frente sin que alguien por el estupor atinara a sostenerlo. Fue Sáenz el único que alargó los brazos, tratando de atrapar el exánime cuerpo sin conseguirlo. La confusión se apoderó de todos…
Toral quedó petrificado después de consumar los disparos y sólo atinó a apuntar la pistola hacia el piso. Quien primero reaccionó y sujetó al asesino y lo desarmó fue el diputado Enrique Fernández Martínez, luego lo secundaron Ricardo Topete, Aurelio Manrique, Ignacio Otero y otros; lo vapulearon a golpes y cachazos; Jaimes quería acribillar al parricida. Manrique gritó que no había que matarlo para saber al dedillo el contubernio del crimen. Topete recogió el arma asesina.
Mientras, el cuerpo del militar continuaba inerte y sangrando, derribado con las piernas doblegadas y la cabeza contra el suelo, Sáenz, Otero y el médico Sánchez intentaron alzarlo. Unos gritaban que aún vivía, otros increpaban que ya estaba extinto; con trabajos fue introducido al asiento trasero del Cadillac. Al mismo coche se subieron Sánz, Orci, Topete, Medrano y Manrique, quienes fueron seguidos por otros vehículos hasta la residencia del general, a donde ya había llegado la infausta novedad. Calles fue notificado de inmediato…Los presagios transparentaron la realidad: la tormenta caía.
El verdugo fue transpuesto a la inspección general de Policía en un automóvil Packard por el coronel Jaimes, el coronel Tomás A. Robinson y el diputado Enrique Fernández Martínez; allí aguardarían al general Roberto Cruz jefe policiaco. Toral, imperturbable, con los ojos cerrados y bañado en sangre por los golpes, no podía o no quería hablar, sólo se había identificado como “Juan”. Estaba ya anotado como un mártir de la religión.
José de León Toral y la Madre Conchita fueron remitidos a los tribunales durante los siguientes meses para confrontar ley y justicia. Hubo innumerables acusaciones, gritos, réplicas, involucrados, exculpados, alegatos, amparos y testigos. El escándalo en el sentir público tocó cielo, y continuó durante el lapso en que se llevaron a cabo las audiencias, sobre todo en el juicio popular que se celebró en San Ángel, cuya derivación fue la sentencia de pena de muerte para Toral y la condena de 20 años de prisión para la religiosa.
El mero sábado 9 de febrero de 1929, José de León Toral cayó exánime por un pelotón en los patios del tenebroso reclusorio de Lecumberri. Ese mismo día, lo hicieron mártir de la causa católica, como lo asintieron sus velatorios. Fue inhumado en el Panteón Español, cruzando a la historia como un tipo fanático, diminuto, delgado, oscuro, tembloroso y arrepentido, que apagó la vida del “estadista” por antonomasia de la revolución vencedora.
¿PERO, QUIEN ERA LEÓN TORAL? Bajo la severa mirada del presidente Plutarco Elías Calles flanqueado por Joaquín Amaro, secretario de Guerra, pares en la inspección de policía, José de León Toral revelaría:
“Soy yo el único responsable; maté al general Obregón porque quiero que reine Cristo Rey, pero no a medias, sino por completo”
La voz tañía como susurro débil pero audible, oído por las referidas personas, entre ellas un receptivo periodista que rescató estos vocablos para que no las desoriente la historia. Horas antes, dentro de ese agitado 17 de julio, León Toral había predominado una leyenda política para dar inicio con ello su propia elevación al misticismo de la fe católica.
Retoño de progenitores de gran raigambre católica, Aureliano de León y María Toral Rico, oriunda de Lagos de Moreno; en su niñez, José sobresalió de entre sus once fraternos por su humildad, paciencia e inclinación hacia las prácticas devotas. Brotó un día, mediando diciembre de 1900 en Matehuala, de la estatal de San Luís Potosí, durante uno de los andares familiares encabezados por el progenitor, afanado en hurgar minerales. Porción de su adolescencia acontece en la capital mexicana, entre la expectación por el arribo las tropas constitucionalistas, y quizá con algunos menudos de su misma generación, escucha lamentaciones del gentío espantado por el desvalijamiento de iglesias y la arbitraria ordenanza del general Álvaro Obregón, comandante en jefe del ejército de Venustiano Carranza, quien puso a barrer las calles a frailes del clero católico, por su negativa a favorecer económicamente la revuelta revolucionaria.
Ese clerical talante no debe discurrirse como negación, sino como penuria de recursos, pues en todo caso si los hubieran poseído, los revolucionarios carrancistas ya habían evidenciado en todas las plazas que irrumpía, su manía de apropiarse lo ajeno sin el asentimiento de sus propietarios.
Al parejo que su persistente ejercitación del deporte, se adhiere ya andando 1920 a la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa donde labra la amistad de Humberto Pro, y con el andar del tiempo, conseguiría incluso suplirlo como cabeza de sector. En la colonia Santa María la Ribera viviría aún ya matrimoniado, en la misma vivienda que sus progenitores. A raíz del horror por ver el cadáver de su camarada Humberto, después de ser salvajemente ejecutado tras malograrse el primer atentado contra Obregón en noviembre de 1927, se anida en su percepción la imagen de cumplir la intentona frustrada del valeroso Luís Segura Vilchis… Y a partir de su victoria, viviría penetrantes siete meses de reclusión, escondiendo su sentir para cualquier afecto hacia su familia, amigos y camaradas de la Liga, en prevención de impelerlos en su pasaje a la pena capital.
Los juristas tutores de José de León Toral arguyeron sin mucha vehemencia que él padeció “delirio razonante de los perseguidores de tipo místico”, manifestación apoyada en reputadas potestades de criminalística tales como Le Grand, Du Sole, Regis, Henry Berger y Grazet. Por su lado, el joven católico sólo demandó a sus celadores le consintieran conservar, además de sus infaltables cartoncillo y lápices, el libro “La recomendación del alma”. Además, al periodista Rómulo Velasco Ceballos después de negarse a darle la misma mano con la que había disparado las seis balas que habían terminado con Obregón, le declararía serle disgustadas las novelas largas y anteponer, en cambio la vista y asimilación de la popular revista católica “Acción y Fe”.
Mientras el jurado popular celebrado en San Ángel, instaurado para enjuiciar su culpa laboraba, él viviría los instantes de más notoriedad en toda su nimia existencia. Esos siete días le consintieron irrumpir las principales planas de los diarios capitalinos, al parejo de la madre Conchita, quien había derramado el vaso de su fe religiosa al proferir estas voces durante una nublada mañana:
“Ojala que un rayo acabara con las vidas de Obregón, Calles y el patriarca Pérez”.
Las lentes de los cronistas gráficos lo glorificaron con tomas donde se le mira invariablemente flanqueado por resguardos vestidos de lujo, enfundado León Toral en un atavío oscuro y corbata de moño, figurando a la dignidad juvenil de los cristeros citadinos; en su mirar descollaba ya el trágico destino que había preferido.
Luego de centinelas y rejas por cuatro meses sus custodios pasmaron la envidiable energía, buena apetencia y exaltación para orar que el reo exteriorizó en privado:
Daba impresión de que, “Vivía consigo mismo, en una constante introspección, con la vista hacia sus jardines interiores”.
La madrugada del 9 de febrero de 1929 sellaba la culminación del designio fatal y se encaminó sereno y pensativo para sí, a recibir la descarga del pelotón, lo que acaeció instantes después de dar el último beso a sus tres pequeños hijos, su mujer, padres y hermanos. Antes de caer ultimado por los disparos cuyo estruendo de muerte le cortarían de tajo un grito de guerra, y apagaron la gran grito que bien pudo haber sido el estentóreo “Viva Cristo Rey”.
Transitando por el panteón español, Antonio Rius rememora haber visto amontonadas sobre el sepulcro del liguero como si fuera un santo, puñados de rogativas caligrafiadas por creyentes; allí mismo, como póstuma deferencia de su familia, se aprecia que la placa principal fue preservada a su recuerdo y don Aureliano guarda, desde 1947, un comedido lugar por encima del nombre de su retoño…
LA MADRE CONCHITA
SABER Y CALLAR
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ería la Madre Conchita imputada junto con José de León Toral del asesinato del general Álvaro Obregón, la que en la historia oficial consignaría como la autora intelectual del magnicidio, que le arrojaría humillaciones, rejas…y libertad.
Hervía ya la guerra cristera, cuando el fraile jesuita Agustín Pro citó a su presencia a la Madre Concepción Acevedo y de la Yata, mejor conocida como la Madre Conchita para señalarle que habrían de ser ambos quienes habrían de ofrendarse por la resguardo de la fe en México. De inicio, la monja se rebeló con espanto exclamando “¡No, yo no!”. El religioso convincente como era, consiguió persuadir a monja y ánimo de asentir el delicado cometido…
QUERÉTARO capital había sido su terruño de origen, ello, mediando el 2 de noviembre de 1891. Concepción Acevedo y de la Yata fue retoño de una armoniosa pareja cristiana. Desarrolló sin privaciones, plena de mimos, esparcimientos y viajes. Aunque calladamente anhelaba una vida más cercana a la de los santos, cuyo vivir estudiaba con avidez. Cumplidos apenas los 20 suplicó a progenitores y cura del pueblo le consintieran ingresar al convento de las Capuchinas Sacramentarias lo que al cabo logró.
“Éramos una orden tan ajena al mundo que apenas sabíamos que el país se encontraba en medio de una revolución”…
Narraría la madre Conchita en sus reminiscencias. Pero resultó que en 1914 el ejército carrancista penetró en Querétaro y las monjas se obligaron a abandonar presurosas convento y enseres. Para evitar disgregarse, resolvieron albergarse en un hospicio para niñas, de la congregación del Sagrado Corazón, donde atenderían a las profusas huérfanas de la revolución.
Acontecido en tiempo, ya en pleno 1922, las potestades eclesiásticas mandaron a sor María Concepción mudarse al convento de las Capuchinas de Tlalpan, ciudad de México. Solo al arribar a su destino una monja comunicó a Conchita:
¡Hija, viene usted a ocupar el cargo de Superiora!
DE SOBRESALTO. La colectividad del convento de Tlalpan coexistía su cotidianidad en paz hasta que en abril de 1926 explotó el histórico conflicto entre el clero y el gobierno. El culto católico trocó en suspenso y los templos, capillas y colegios fueron clausurados. También se principió con el cierre de conventos, por lo que las capuchinas empezaron a vivir a salto de mata mudando incesantemente de vivienda.
Un día de febrero de 1927, cuando residían una casita en la calle de Mesones en el centro de la capital mexicana, el padre Miguel Agustín Pro y la madre Conchita sostuvieron el parlamento referido líneas arriba…
La matutina del 23 de noviembre, Pro fue enviado al paredón y Conchita se sintió intimada a asumir el papel que el sacerdote le había dotado.
AQUEL JOVEN TORAL. El conflicto empeoraba y las monjas debían seguir cambiando de morada, cada vez con mayor asiduidad y premura, para lo cual contaban por fortuna con el socorro de la feligresía.
Una calurosa tarde Leonor y Margarita Rubio, devotas que frecuentaban el convento, presentaron a la religiosa a un joven nombrado José de León Toral.
“No me pareció un hombre excepcional”,
…anotaría la mujer en sus remembranzas. Un día el muchacho solicitó a la madre superiora que le consintiera auxiliar al Padre en las misas. Al no ver objeción alguna, desde entonces José se le miró cotidianamente en ese lugar de oración como sacristán y monaguillo.
Mientras ello acaecía, en el país se realizaron los sufragios presidenciales y el 1º de junio de 1928 se emitió a Obregón triunfante. Pocos días más tarde, aquel trágico 17 de julio, caería asesinado.
Al siguiente día, Conchita recibió la visita de Dolores, su fraterna quien entre lloros y sollozos, le refirió la captura de Toral como presunto responsable del asesinato. Mientras conferenciaban, alguien llamó enérgicamente a la puerta: eran varios malcarados guardias armados que llevaban a Toral vapuleado y bañado en sangre. Ante la monja, el reo porfió en sus afirmaciones: él había procedido solo, sin consejos de nadie y era el único malhechor.
INICIA EL CALVARIO. Contaría más tarde la religiosa que:
“Me interrogaron y, aunque era evidente que ignoraba todo, me aprehendieron”,
La trasladaron bruscamente a la Inspección General de Policía y tras otro rudo cuestionario, la confirieron excluida en un calabozo.
El juicio al que se le sometió fue feroz. La parte inculpadora imputaba hipótesis descabelladas, como que la monja tenía hechizado a Toral y de ese modo conseguía su sometimiento. Nunca exhibieron prueba sólida alguna sobre presunta ingerencia de Conchita en el magnicidio.
Entre agosto y noviembre Concepción Acevedo y José de León Toral fueron mudados de reclusión, ahora en celdas de castigo de los penales de San Ángel, Belén y Mixcoac, sucesivamente. De la tétrica mazmorra de Belén, Conchita relataría:
“Estaba hundida en el suelo, completamente a oscuras, húmeda y con olor nauseabundo. Pasaron muchas horas pero mis ojos no se acostumbraron a las tinieblas. De vez en cuando oía chillidos de ratas y ratones, y sentí asco”
Sin embargo, sus conocidos no la abandonaban, haciéndole llegar hostias consagradas, lo que le ofrecía aplacamiento y fortificación.
A pesar de que su robustez espiritual era óptima, la física empezó a aflojar. En la mazmorra de Mixcoac, la ciática y el reumatismo que la atosigaban la desmejoraron, pues la humedad de la celda era tal que al poco de habitarla ya impedía a la religiosa caminar y le acaeció una disfunción cardiaca. Cuando algún médico le dedicaba una cama limpia y un sedante, recibía tajante mandato de darle trato “como a la criminal que era”.
Pródigos amigos de la monja le demandaban que se dijera culpable; incluso testificaron en contra de ella. A diario recibía recados en pedazos de papel donde la apremiaban a inculparse: “Así será mártir”, le decían. Ella se mantuvo firme, negándose a mentir.
Temprano el 2 de noviembre de 1928 dio inicio el juicio entre gritos e insultos de diputados y senadores:
- “Muera León Toral”, “Muera la… Concha”.
Cuando el jurado tuvo en sus manos el veredicto, cuentan algunos que lo presenciaron, que determinados integrantes lloraban. Después enviaron un recado a Acevedo donde rogaban su perdón pues los obregonistas, pistola en mano, los forzaron a condenarla a 20 años de prisión. La religiosa les mandó decir que no profesaba por ellos un mal sentimiento y menos aborrecimiento. Ese mismo día fue la reclusa más famosa de la tenebrosa Penitenciaría de Lecumberri.
El 9 de febrero de 1929, José de León Toral fue fusilado; como última voluntad demandó justicia para la madre Conchita. La religiosa oyó estremcida las mortíferas detonaciones desde la enfermería donde era cuidada de sus malestares.
Pasados algunos meses, la monja recibió la visita del director del penal, quien le expresó:
-Está usted en peligro de que se le gangrene la pierna, así que se la van a cortar-
Más exasperada que espantada, contestó que preferiría morir antes que asemejarse al general Santa Anna.
RUMBO A LAS ISLAS MARÍAS. La cabeza de la asistencia médica del penal de Lecumberri, se apiadó de la monja y gestionó su transferencia al penal de las islas Marías. Ahí al menos pararía el hostigamiento y el nivel del mar favorecería que su corazón pudiera reponerse, reflexionó el galeno penitenciario.
El 9 de mayo de 1929, encontró a la religiosa abordando el tren a Mazatlán cortejada de una “cuerda” de presidiarios cristeros.
Arribando a la región de los Altos en Jalisco, un grupo armado trabó combate con los guardias del ferrocarril, en una intentona por liberar a las presas…La escolta opuso perruna resistencia haciendo nutrido fuego, y los rebeldes retrocedieron. El militar encargado de la “cuerda” confesaría más tarde a la monja que :
“Tenía órdenes de matarla a usted si los rebeldes se acercaban mucho, pero me ha caído tan bien que no hubiera podido hacerlo”
Las islas Marías fueron para Conchita un real bálsamo para sus males y alivio de sus desdichas, aun cuando fue ahí donde se le cargó por primera vez un inconveniente hepático que la atormentaría durante años con dolencias insufribles. Pero sus reumas y los ‘fríos’ mejoraron y, ya entrado 1931, fue posible que laborara en el jardín de niños del penal y dar clases de cocina y costura a sus camaradas de reclusión.
Ese mismo año, sin mediar dilucidación alguna, la madre Conchita fue restituida con sospechosa premura a Lecumberri, donde no bien ingresó, quedó aislada. 3 días hubieron de transcurrir para que ella, supiera la razón: un sacerdote llamado José Jiménez había sido apresado; según las pesquisas, él era el efectivo autor intelectual del homicidio de Álvaro Obregón.
El hombre fue enjuiciado con rapidez, y condenado a 20 años de presidio, pero la Suprema Corte lo indultó 5 años después.
Transportada al hospital Juárez para que tomara cuidados médicos, Conchita hubo de permanecer allí 10 meses. El encargado de la institución consentía a que saliera a misa todos los días y, además, ella misma tomaba clases de enfermería que se ofrecían en el lugar, donde estuvo a punto de obtener su título.
Un buen día arribó a su celda el secretario de Lecumberri flanqueado por custodios y dijo a la monja: “Ándele madre Conchita ¡vámonos para su casa…”
Retornada a la penitenciaría, la religiosa fue puesta a cargo de la biblioteca donde se encontró con un viejo conocido: Carlos Castro Balda.
BODA TRAS LAS REJAS. Este hombre había sido trasladado a Lecumberri luego de entregarse a la policía como cabeza de un montón de disconformes que habían hecho detonar unos petardos en la Cámara de Diputados, ocasionando pánico en el inmueble. El ministerio Público había achacado la responsabilidad de la agresión a la Madre Conchita, por lo que Castro resolvió entregarse.
Desde entonces Castro Balda y Conchita trababan conversaciones furtivas en la biblioteca y un día el hombre pidió a la no tan sorprendida monja casarse con él.
Después del casamiento, -observó Balda-, ella había quedado libre de su votos desde que los obregonistas la sacaron del convento en julio de 1928 -existía un decreto papal que ordenaba la cesación de los votos si las profesas eran sacadas del claustro
“por violencia o por ataque de parte de autoridad civil”
Ella se negó de inicio, pero a los pocos días, se dio cuenta que sería devuelta a las islas Marías y que su interesado estaba contenido en la “cuerda” de presos con rumbo al penal. El hombre aprovechó el instante para empeñarse con Conchita en su ofrecimiento y, finalmente ella aceptó…
El casorio se realizó meses después en el penal del Pacífico. Se matrimoniaron finalizando ya 1934 por el civil y aun en una celebridad religiosa, solemnizada por uno de tantos sacerdotes cautivos.
No faltaron las murmuraciones: era pecado que una monja se casara y esa “monstruosidad” fue añadida a la lista de delitos que le impugnaban a Acevedo.
Para 1935, mediando noviembre, la pareja fue transpuesta de nuevo a Lecumberri, donde vivían en permanente aprensión de ser ultimados; para, ser de nuevo extrañamente reintegrados a las islas Marías al siguiente mes, esta vez con la ofrenda de brindarles todas las precauciones.
LA LIBERTAD. Emplazados los flamantes esposos en un deteriorado chiribitil que arreglaron en lo posible, les confiaron atender a nutridos enfermos del campamento. Todavía le tocaría a la pareja presenciar los trastornos de un pavoroso ciclón.
Pasado este sobresalto, la pareja afrontaría otro peor, pues el responsable del presidio, un ex diputado comecuras, fraguó distanciar a Conchita del marido. En diciembre de ese año signó la libertad de Castro Balda vedándole permanecer en el sitio en calidad de familiar. El 25 de enero del 37, desde la ventana de su cuarto la madre Conchita miró apesadumbrada cómo su compañero, trepado en el palo mayor del barco que lo transportaba a Mazatlán, agitaba un pañuelo en señal de despedida.
Sin la presencia de su marido, Conchita creía por instantes que podría enloquecer y su impar abrigo era la oración. Por fortuna para ella al poco tiempo arribó al penal un nuevo director, el general Marcelino Murrieta, que no sólo dio buenos modos a la reclusa, sino que la puso a la cabeza del sanatorio del presidio.
Pero ocurrió que en abril de 1938 la salud del general Murrieta entró en quebranto, por lo que decidió recular a la ciudad de México y brindó a Conchita la coyuntura de transitar con él. Ella aceptó. Sería este el umbral del colofón de sus tormentos…
Confinada otra vez en Lecumberri, no solo inició a recibir las visitas del cónyuge, sino que, luego de algunos meses, oyó susurros sobre su inminente libertad. Arribado diciembre de 1940, al arrancar el lapso presidencial de Manuel Ávila Camacho, un día se giró oficio “urgente” que mandaba su excarcelación. Tras haber perdurado presa 13 años con 9 meses en las islas Marías, y el resto en diversas cárceles, la monja abandonó Lecumberri. Afuera la aguardaba ansioso Carlos Castro Balda con un enorme ramo de flores y una aglomeración de curiosos.
De inmediato, la pareja acudió a dar gracias a la basílica de Guadalupe. Por la mente de la madre Conchita desfilaron todas las zozobras y aflicciones subsistidas en los últimos años. Bien sabía que de una dulce monja provinciana se había transmutado en una mujer sabedora bien, de las desventuras humanas.
Vivió sus años postreros al lado de su cónyuge en un pequeño departamento de la colonia Roma, hallada, paradójicamente, en la ya nombrada calle de Álvaro Obregón.
Murió en la ciudad de México en 1979.
MARÍA GOYÁZ
La Generala
Y AQUELLAS FÉMINAS CRISTERAS
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na de las conflagraciones más espantosas que ha sufrido el suelo mexicano, ha sido sin lugar a dudas la Cristera, redimida por religiosos, laicos y millares de mujeres católicas que lidiaron a la par que sus consortes…
Lindando apenas las primeras horas del día 3 de noviembre de 1927 arribaron a la localidad de Colima, derivados de Guadalajara, 3 mozas, mujeres tan recatadamente vestidas que parecían ir a misa. Aquello era poco viable: el trance entre el clero católico y el gobierno mexicano había provocado la clausura de santuarios por todo el país.
Eran la generala de división Sara Flores Arias, la capitana segunda Faustina Almeida y la tenienta María de los Ángeles Gutiérrez, porciones esenciales de las brigadas ‘Santa Juana de Arco’, y arribaban a Colima para instituir el batallón femenil que resguardaría las ofensivas y ordenamientos de sabotaje de las facciosas cristeras. Como ellas, centenares de aguerridas féminas transitaban la república para:
“…luchar por todos los medios, inclusive con las armas, para preservar en México la fe verdadera”.
Las brigadas femeninas fueron imaginadas por los jaliscienses Luís Flores González y su consorte, María Ernestina Goyaz Camberos, o solo María Goyaz, con el apelativo de batalla de “Celia Gómez”, treintañera apenas, heredera de Francisco Goyáz, administrador de El Cruzado, periódico católico de Guadalajara, liderado por el escritor Agustín Yánez; objetivo: favorecer a los “cruzados”, campesinos cristeros que batallaban al ejército federal, como enfermeras, espías y recolectoras de dinero, provisiones y pertrechos militares, además de procurarles refugio, auxiliarlos a escapar y servir como correos. También estarían prestas a blandir armas y acción cuando fuera imperioso.
Para desenvolver el proyecto contaron con el respaldo de la Unión de Empleadas Católicas de Guadalajara, que agrupaba a oficinistas, costureras, sirvientas y empleadas de mostrador. Para junio de 1927 Flores y Goyaz y reclutaron en Zapopan, Jalisco a las iniciales 17 componentes de esta colectividad femenina.
SACRIFICIO Y SIGILO. Poco se sabe sobre las brigadas femeninas porque, apenas finiquitada la guerra en 1929, el arzobispado de Guadalajara mandó dar cuenta de toda documentación tocante, para resguardar a las sobrevivientes. Cuentan, por decires, que las brigadas estaban constituidas como sociedad secreta. Antes de darles admición, las pretendientes juraban de rodillas, en solemne ceremonia religiosa, con el rostro mirando a un altar improvisado en el que se situaba la imagen de la virgen de Guadalupe, un Cristo y la bandera nacional, dar la vida por la fe y no revelar detalle, ni siquiera a familiares cercanos, de las labores de la organización, bajo condena de perder la gracia divina y agarrar fuego eterno.
En el tratado ‘Matar y morir por Cristo Rey’, el psicólogo Fernando González muestra el pasaje del juramento:
“Yo, NN, con objeto de cooperar al triunfo de la libertad religiosa, juro, en el nombre de Dios, no revelar a nadie que no fuera mi superior legítimo, los trabajos y la existencia de las brigadas femeninas de Santa Juana de Arco. Me comprometo bajo palabra de honor a obedecer fielmente las órdenes de esta corporación, sin menoscabo de mis obligaciones, especialmente familiares. Juro que aunque me martiricen o me maten, me halaguen o me prometan todos los reinos del mundo, guardaré eterno secreto absoluto sobre la existencia y actividades, nombres de personas, domicilios y signos que se refieren a las brigadas. Con la Gracia de Dios, primero moriré que convertirme en delatora”.
Las brigadistas consagraron días y noches a elaborar o conseguir, así como transitar municiones, armamento y pertrechos. Para sufragar los trabajos recibían dádivas de clérigos, familiares y sectarios de los cristeros. Ellas mismas se obligaban a desempeñar alguna diligencia retribuida, que les consintiera tributar a la causa al menos ‘unos centavos’ cada jornada.
Cada brigada estaba agregada por 750 mujeres. A la delantera iba una coronela, asistida por una tenienta coronela y 5 mayoras. Seguían en el hilo de mando ramilletes de capitanas, tenientas y sargentas. Había 30 muchachas por pelotón, bajo la potestad de una tenienta. Todos los destacamentos contaban con 5 encargos: guerra, enlace, finanzas, informes y beneficencia.
La división Occidental, emplazada en Guadalajara, aparecía constituida por 18 brigadas. La división Centro, con sitial en el Distrito Federal, agrupaba a 8. Unas 30 brigadas batallaban en otros rumbos del país. Aritméticas mesuradas exteriorizan que las brigadistas llegaron a asociar 25 mil, prácticamente la misma cuantía que los hombres alzados en armas, Alcanzando a fiscalizar 54 poblados de Jalisco, Colima, Durango, Nayarit y San Luís Potosí.
LA SUERTE DE LAS FEAS… El nacimiento de enero de 1928, miró ya a María Goyz, convertida en guía del Movimiento Feminista Católico y a quien las guerrilleras consideraban generala. Mudó esta con su estado mayor a ciudad de México, donde andando el marzo siguiente quedó compuesto el Consejo Supremo de las Brigadas Femeninas, con asiento en la capital mexicana.
Atrayente es señalar que la generalidad de las brigadistas eran mancebas oscilantes entre los 15 y 25 años, en tanto que las jefas lindaban ya los 30. En las diligencias menos aventuradas tomaban parte matronas maduras y troncos de familia. Las conscriptas emanaban lo mismo de barrios populosos de localidades, como de nimias rancherías.
Se exponía a voz en cuello, cómo se agenciaban de pertrechos, equipo y material para explosivos en manufacturas y pelotones militares de llamado Distrito Federal.
“En los siguientes días lo racionaban entre los brigadistas que arribaban de provincia, subsidiarios de adjudicarlo. La labor envolvía el trato cercano con decenas de hombres: para evitar tentaciones, tanto por unas como para otros, la generala Goyaz mandó comisionar las misiones de transporte de armas a las muchachas más feas. Ninguna de ellas conocía a sus empalmes y a los sitios más neurálgicos sólo eran transferidas de noche y con los ojos fajados. Si las apresaban no podrían revelar el lugar en que habían estado. Las entregas se camuflaban bajo la facha de operaciones comerciales, sin la menor alusión a la guerra. El mercado de la Merced caminó buen trecho como foco de esa actividad”.
RINCONES CON OJOS Y OIDOS . Las transportistas transbordaban el parque en chalecos situados bajo la blusa. Se trataba de camisolas fruncidas en multitud de pliegues constituyendo cañones en los que se embutían los cartuchos. Cada joven acarreaba entre 500 y 700 balas que pesaban el duplo que ellas y correspondían al triple de la dotación cotidiana del guerrillero en maniobras.
Igual arrastraban a destino los explosivos que las brigadistas urbanas habían elaborado. Trepaban el tren lo mismo a Guanajuato, Oaxaca, Morelia, Colima, Tepic, y en la travesía debían ingeniar para burlar la centinela militar. Cada moza llevaba una o dos cargas cada tres semanas. En muchas ocasiones acogieron ayuda de empleados ferrocarrileros para ocultar pertrechos en los vagones que acarreaban carbón, cemento y maíz.
Los hechos exhibían cómo Goyaz y su tropa tomaban de manera juiciosa sus diligencias militares y no les temblaba ni ánimo ni mano para secuestrar y aun ultimar a “herejes callistas”, como mentaban a los adversos a la Iglesia. Las más guapas organizaban bailongos en los poblados para agenciarse la familiaridad de los oficiales, desvanecer sospechas y agenciarse informes.
No por atender el frente de batalla descuidaban a los heridos. Bajo su cuidado quedaron rudimentarios hospitales de campaña en distintas zonas de Jalisco…
Para reducir el riesgo de ser reveladas y delatadas, las brigadistas no laboraban mucho tiempo en el mismo sitio ni en la misma labor. Tenían prohibido esgrimir su verdadera identidad y con frecuencia mudaban de apelativo y morada, lo que ha hecho pedregosa la senda para que los historiadores pudieran seguirles la pista.
Cierto es que las brigadas habían ya penetrado hasta la misma estirpe del presidente Calles; una parienta del político proveía una vivienda en el mero Distrito Federal para ocultar municiones.
DEL ESCARNIO A LA TRAICION. Con todo, no faltaron controversias entre la ordenación femenil y otros grupos católicos, a los que no parecía “apropiado” ni “decente” que las féminas se injirieran en procedimientos militares. Los maldicientes estuvieron capitaneados por el jesuita Leobardo Fernández y Ramón Martínez Silva, quienes despacharon sus indagaciones al Vaticano e hicieron tramites para que la Santa Sede rfemitiera al entonces arzobispo de Guadalajara, Francisco Orozco y Jiménez a deslindar al clero mexicano de las organizaciones secretas, en específico las femeninas, que apuntalaban a los cristeros.
Orozco cedió a las obligues en diciembre de 1928. Para entonces las brigadas englobaban pueblos en Zacatecas, Guanajuato, Michoacán y Oaxaca.
MARIA GOYAZ y su estado mayor no bajaron armas ni ánimo, pero tuvieron que libertar a sus huestes del juramento de secrecía de sus haceres. La policía sacó provecho de la falta de sustentáculo eclesiástico para infiltrarse en las brigadas. Amaneciendo marzo de 1929, se miraron ya detenciones en masa. Para junio siguiente fue arrestada la generala Tesia Richard que en realidad era María de la Luz Laraza de Uribe, la única jefa encarcelada en 3 años de beligerancia y quien, pese a las torturas, nunca reveló motes, apodos ni nombres… Todas las detenidas fueron sometidas a tortura, como la también brigadista “Teresa” -María Guadalupe Martínez-
“Recibió esta, una lluvia de granizo, palos, puñetazos y escupitajos… Uno de los carceleros clavó sus dientes en su cuello de la joven quien al sentir la mordida, sacó de sus trenzas una orquilla y la hundió en el ojo del agresor. Otro de los torturadores la azotó contra el suelo. Antes de expirar, Teresa logró decir ¡Virgen de Guadalupe, sálvame!
Un alto jerarca Católico notificó la terminación del conflicto en el primer trimestre de 1929. Mientras, el resto de ese año, las brigadas persistieron, asistiendo con los nimios cristeros que se conservaron el pie en la guerra. En tanto el arzobispo de México, Pascual Díaz Barreto, mandó restablecer los cultos e hizo negocies para descuadernar los grupos católicos que intentaban persistir la reyerta. Con esta mira, despachó al entonces presbítero Miguel Darío Miranda y Gómez, quien cuatro décadas después sería ungido cardenal, a adjudicarse el archivo de las brigadas femeninas de manos de la generala María Goyaz. Cumplió bien su cometido, y el arzobispo, en cuanto lo acogió se apresuró a incinerar el comprometedor contenido.
MARIA GOYAZ vivió el resto del trecho de su existir en silencio; el marido había muerto en combate. La generala veneró el juramento de acompañar a la tumba los ocultos de la organización…
